Recuerdo un día soleado de primavera del año 2000, para ser precisos era el 9 de Abril, la calle dónde vivía estaba vestida del violeta de las jacarandas, como suele hacerlo todos los años después del equinoccio, era pues un día normal en apariencia, todo transcurría como había sido por mucho tiempo. La diferencia esta vez radicaba en que me encontraba empacando toda mi vida en dos valijas, bueno una iba llena de libros de mis estudios de ingeniería y que consideraba indispensables; entre otros títulos destacaban Ingeniería de control moderna, Ecuaciones diferenciales y Principios de electrónica. Eran algo así como mi equipo de supervivencia para una maestría en Alemania.
La otra maleta estaba abierta sobre la cama. Allí iba colocando el resto: algo de ropa, quizá algo de comida mexicana, una cámara fotográfica y un par de recuerdos de mi familia. Por suerte ya me había aligerado de equipaje en los últimos meses. Había desmantelado mi laboratorio de electrónica, cuarto oscuro y taller de bicicletas y vendido el equipo. Así mismo mi tía Cirina me compró el mobiliario de la oficina que tenía para su nuevo consultorio. Había reducido considerablemente los objetos a transportar.
Al lado de la maleta estaba una carta de despedida para mi exnovia, que a la sazón recién se había mudado a Berlín, mi pasaporte y un boleto «sólo de ida» a Stuttgart, Alemania. Cerré la maleta, metí la carta, el boleto y el pasaporte en el equipaje de mano. Eché un último vistazo a mi habitación y bajé con el equipaje. Al pie de la escalera me esperaban Hegel y Billie con una pelota en el hocico. Aunque no era la hora habitual, quizá porque intuían que me ausentaría por un largo tiempo, esperaban jugar como solíamos hacerlo; yo rebotaba la pelota contra la pared y ellos competían por atraparla en el aire. El que lo lograba escapaba con la pelota a toda velocidad y los otros dos corríamos detrás para quitársela hasta conseguirlo. Billie era muy ágil y podía dar brincos de casi dos metros, mientras Hegel, quién a juzgar por su apariencia sería más un Nietzsche desaliñado, era muy sagaz, manteniéndose a la expectativa hasta reconocer cualquier pequeño titubeo de Billie y poder contraatacar para hacerse de la preciada bola de goma. Pero esta vez sería diferente. Primero acaricié la cabeza a cada uno, luego los estrujé con fuerza, me despedí de ellos y salí de la casa. Antes de abordar el auto me volví para mirar «mi casita roja» dónde había pasado toda la infancia y gran parte de la juventud. Hegel y Billie me observaban desde la ventana.
En el auto me esperaba ya mi madre. Mi hermana colocaba su silla de ruedas en el portaequipaje. Mi padre y el entonces novio de mi hermana me ayudaron a hacer lo propio con mis maletas. Así abordamos todos al auto y partimos rumbo al aeropuerto. Poco a poco fui perdiendo de vista la fachada roja entre el violeta de la calle. Yo no estaba especialmente emocionado y no quería pensar en el significado de ese momento. Eso lo dejé para un día como hoy, más de 20 años después. También para mi familia siento que todo transcurría de manera normal, como si se tratara de otro de los viajes a los que me habían ido a despedir al aeropuerto.
Ya en el aeropuerto llevaba yo a mi madre en su silla de ruedas, mi hermana llevaba una de mis maletas, al parecer la más ligera, mientras que su novio arrastraba con dificultad mi biblioteca de ingeniería… quiero decir mi equipo de supervivencia. Llegamos a la puerta de salidas internacionales y ahí tomamos algunas fotos. Justo ahora tengo una de esas fotos frente a mí: Mi madre está al centro en su silla, detrás estamos mi padre, mi hermana y entre ellos yo abrazando a ambos. También abrazaba entonces a mis sobrinos sin saberlo, quienes estaban ya en el vientre de mi hermana. Destaca que mi padre y yo, cortados del mismo palo, portamos camisas cuadradas y pantalones de mezclilla, quizá respetando el código de vestir no escrito de los ingenieros. La única diferencia es que en la bolsa de la camisa llevo el pasaporte y un bolígrafo. Se percibe una ligereza en la imagen; todos sonreímos y no pensamos en el tiempo que dejaríamos de vernos. Era comparable a la primera despedida que tuve de mis padres, cuando no tenía 3 años cumplidos y me llevaron por primera vez al Kindergarten, aunque mi estilo de vestir era muy diferente y mucho más elegante, debo decir: Llevaba un saco de tela de mascota, pantalón negro, zapatos blancos y una boina, lo que me hacía ver como un mini Sherlock Holmes caminando muy decidido y sonriente al entrar al Kindergarten. No obstante pensaban mis padres que en algún momento iba a romper en llanto, pero cuando llegué a la entrada, me volví y les dije: «Ya váyanse a la casa». Así fue aquella vez también; después de tomar la foto nos abrazamos para despedirnos y crucé por el puesto de revisión. Una vez del otro lado me volví y los veía agitar las manos en lo alto haciéndome llegar buenos augurios. También agitaba la mano caminando de espaldas por el corredor hasta que los perdí de vista.
Aparte de los de mi familia, llevaba conmigo otro buen augurio del milenario I-Ching o libro de las mutaciones. Sucedió un par de meses atrás en una clase de alemán. Un compañero y a la postre muy buen amigo hacía una presentación sobre la traducción al alemán de aquél libro de sabiduría escrito en chino hace más de 2000 años y sin ningún tipo de puntuación. Fue escrito en cañas de bambú atadas entre sí con hilos de fibras naturales. Con el paso de los siglos esas fibras se desintegraron ocasionando que se perdiera el orden de las frases. Hacer una interpretación en chino era ya un reto en sí, por lo que una traducción a cualquier idioma se consideraba una proeza. Mi amigo nos contó todo esto y también que quién había logrado tal hazaña fue el reconocido sinólogo Richard Wilhelm. Usando esa célebre traducción nos explicó también cómo consultar el oráculo: Se le hace una pregunta mental, se lanzan 3 monedas 6 veces para formar un hexagrama y luego se procede a buscar dicho hexagrama en una tabla dónde se encuentra asociado a un capítulo, el cual brindará la respuesta a la pregunta planteada. Después de la explicación nos preguntó si alguien se ofrecía como voluntario para una demostración. Sin pensarlo mucho yo me levanté.
Desde que era niño había tenido la inquietud de vivir en Alemania. Todo comenzó cuando tendría 11 años y revisaba con interés la colección musical de acetatos de mi padre. Tenía gran diversidad de géneros, algo de música en inglés de los 60s, 70s, y 80s, música de mariachi, música tropical para bailar (o lo que yo llamaba «música de caballos») y la gran mayoría eran de música «clásica». Me llamó pues la atención un álbum por su grosor. Al abrirlo me di cuenta que había un panfleto con texto en su mayoría en inglés, del cual conocía algunas palabras por lo que lo podía reconocer, pero en las páginas centrales había un texto en un idioma críptico e ininteligible para mí. Me preguntaba con mucha curiosidad por lo que ahí podría estar codificado, así que sin pensarlo coloque el disco en el tornamesa y quedé fascinado por la música. Otro día mi padre me contó que el texto era la «Oda a la alegría» de Schiller y la música la novena sinfonía de Beethoven. Aunque no me hizo poder entender aquél lenguaje críptico pude sentir una conexión profunda con la música y quedé fascinado, llegando a pensar lo fabuloso que sería poder entender el texto. Más adelante mientras crecía, me encontraba con grandes personajes alemanes en diversas áreas del quehacer humano: literatura, filosofía, música, artes plásticas, física, matemáticas, ingeniería, entre muchas más. Así pues me preguntaba, ¿por qué hay tantos personajes alemanes con tantas contribuciones importantes? ¿Qué hay de especial en Alemania? ¿Se puede reproducir ese proceso en otros países? Esas preguntas se convirtieron en una especie de misión de vida. Afortunadamente los dos primeros pasos eran muy claros: aprender alemán y pasar un tiempo en Alemania. Así había llegado a estudiar alemán después de salir de la universidad.
El día de hacerle la pregunta al I-Ching navegaba en aguas turbulentas: mi madre había perdido movilidad propia debido a la artritis hacía un par de meses, casi al mismo tiempo del deceso de mi tía, su única hermana, que vivía con nosotros y de que yo había terminado con mi entonces novia, una alemana artista plástica de profesión. Por otro lado mi plan de ir a Alemania iba muy avanzado: Ya tenía un nivel aceptable de alemán, en parte gracias al curso y en parte a mi ex. Lo más importante era que tenía la aceptación en varias universidades alemanas, incluyendo la universidad técnica de Berlín, ciudad dónde ella vivía. Por ello el plan original era esa ciudad pero la ruptura me había hecho cambiar de opinión: me iría lo más lejos posible de Berlín y de Braunschweig, lugar donde había estudiado ella. Decidí que el destino sería Stuttgart….si es que no decidía quedarme. Me preguntaba entonces ¿Era el momento de irme y aprovechar la oportunidad que he creado o debería esperar y quedarme con mi familia para estar cerca de mi madre? Justamente esa pregunta formulé al oráculo y lance seis veces las tres monedas. El hexagrama me condujo a un capítulo con un título contundente: «Es propicio brincar sobre las grandes aguas». Ese era el otro buen presagio que llevaba conmigo.
De camino a la sala de abordaje buscaba un buzón para depositar la carta. Iba empujando un carro con el peso de mi equipaje. No lo percibí en aquel instante, pero ahora en la lejanía puedo ver claramente que el mayor peso que llevaba conmigo no era el de mi maleta con el equipo de supervivencia, sino el miedo a lo desconocido en la maestría que tenía por delante. Con objeto de aligerar ese miedo, cargaba pues aquella biblioteca. Pero no era el único miedo. También iban el miedo a la soledad, al fracaso y sobre todo el miedo a nunca más poder ver a alguien de mi familia, particularmente mi madre por su estado delicado. En aquél momento no se dejaban ver, pero los sentía como un lastre inerte. De pronto antes de llegar a la sala de abordar encontré un buzón. Había escrito esa última carta a manera de ritual para cerrar una etapa. Quería que llevara el sello de México para dejar esa experiencia en el lugar dónde ocurrió. Entre otras cosas le contaba que me había decidido por estudiar en Stuttgart y la ironía del destino, ya que pasaría por Frankfurt justo el día en que ella estaría también en esa ciudad visitando un galerista según me escribió en su última misiva. Saqué la carta de mi bolsa y la deposité en el buzón. En ese instante sentí una ligereza descomunal, como si ya flotara entre las nubes aunque no había subido al avión. También fue el umbral dónde deje durmiente una vida con su pasado en el país que me vio nacer. La dejé colgada como un atuendo de un personaje de teatro en un armario. Pero los miedos venían aún conmigo porque son parte de mí y de mi persona. Sin embargo así como el equipo de supervivencia apaciguaba el miedo a lo desconocido en la maestría, los buenos presagios apaciguaban los demás. No sabía muchas cosas y además no sabía que no sabía. Tenía y sigo teniendo mucho por aprender, pero eventualmente he llegado a hacerlo con algunas cosas. Por ejemplo no sabía bailar. Sería cuestión de meses para que lo aprendiera en un bar de estudiantes ya en Stuttgart y me abrió muchas puertas para socializar. Tampoco sabía que llevaba tantos miedos conmigo, entre ellos el de aprender a bailar, y que siempre me acompañarán. Igualmente desconocía que para aligerarme podría primero reconocerlos, aceptarlos y también aprender a bailar con ellos. En ese proceso estoy y cada vez el baile es más ligero.
En el avión iba sentado al lado de una salida de emergencia, así que tenía la suerte de tener mucho espacio para extender mis piernas. Al lado mío estaba una mujer como de 60 años. Al volar sobre las grandes aguas del océano pensaba en que no sabía cómo sería mi vida a partir de hoy, ni siquiera sabía a ciencia cierta dónde dormiría la primera noche. Sólo iba yo sin pasado. Mi vida anterior la había dejado colgada en el armario. Intuía que tendría que comenzar a fabricar un nuevo atuendo para caracterizarme en la vida que me esperaba. Ese pensamiento de construir una nueva historia y crear un nuevo personaje era muy estimulante. De pronto la mujer de al lado me preguntó algo en inglés, no recuerdo exactamente qué. Así comenzamos a hablar de manera muy natural. Me dijo que se llamaba Tove y que era de Dinamarca. Yo le conté que venía de México y que tenía el plan de pasar 2 años en Alemania. Seguimos hablando y terminó por invitarme a su casa en Roskilde. Saqué mí agenda, un bolígrafo y se los di. Ella anotó su dirección. Al ver la escritura de su puño y letra me di cuenta que era la primera oportunidad creada para mi nuevo personaje. Esa ligereza durante el vuelo era libertad pura: Iba con sólo dos maletas y mis miedos que venían muy apaciguados por cierto, quizá ebrios de libertad, pero en ese momento noté que mis sueños también venían conmigo y me hacían sonreír hasta hacerme sentir invencible. Una tarde radiante de primavera me esperaba impaciente en Stuttgart con los brazos abiertos. Y así fue como comenzó la nueva historia con el nuevo personaje. Esa historia aún se sigue escribiendo y ha tenido altibajos. Los miedos, sin excepción, siguen acompañándome. Y a veces salen del sótano pero en lugar de obligarlos a regresar ahí los invito a bailar y nos bebemos una cerveza junto con los buenos augurios. Así es como los nuevos sueños nacen.